((LARGO, PERO VALE LA PENA LEERLO))
La
poetisa alemana Xochil Schütz relata, en clave de crónica, su
experiencia y participación en el décimo Festival Mundial de Poesía en
Caracas. El espíritu de este texto es descrito por Schütz como las
“impresiones del país que se autodenomina Socialismo del Siglo XXI”.
Festival-Mundial-de-Poesía
El
viaje para Caracas dura quince horas. Salgo del avión un sábado por la
tarde cansada y pegostosa. Antes de presentarme ante los representantes
del 10. Festival Mundial de Poesía que me recogerán en el aeropuerto,
quiero refrescarme en el baño, pero no tengo tiempo. No he terminado de
recorrer la pasarela del avión cuando veo mi nombre en un letrero
sostenido por una joven. Paso, conducida por ella, sin tener que hacer
la inmensa cola del control de pasaportes, al área VIP del aeropuerto.
Está fuertemente vigilada por dos mujeres uniformadas de mirada mordaz.
La
sala de aspecto señorial, amoblada con sofás de cuero, tiene aire
acondicionado. En las paredes lucen pinturas, la más grande de todas
muestra al presidente Hugo Chávez, fallecido en marzo de 2013.
Junto
con otros poetas que también esperaban en el área VIP soy conducida a
través de la instalaciones del aeropuerto en dirección a la salida. Mi
vista se detiene sobre una gigantesca cola de personas esperando. Es
ancha y seguro de por lo menos cien metros de largo. La mujer que nos
busca me mira y dice: “Esperamos que te guste Venezuela”.
El viaje
para Caracas dura cuarenta minutos. Veo montañas y pronto miles de
chozas armadas de ladrillos, que se aferran a sus laderas.
Cuando
le digo a la joven colaboradora del festival que debo cambiar algo de
dinero, me exhorta a que los cambie con ella, de forma personal. Quiere
viajar a Europa dentro de poco. La entiendo; aunque su abrupta
exhortación y algo en su tono de voz me hace desconfiar. Que el gobierno
ha establecido una tasa de cambio extremadamente baja, que los
venezolanos tienen dificultades para acceder a divisas y que por eso se
pagan altos precios por moneda extranjera en el mercado negro, eran
cosas que había leído antes de emprender el viaje.
Más
tarde, la joven me ofrece canjear mis euros por un precio que en
realidad está 80% por debajo del precio promedio del mercado negro e
incluso muy por debajo del cambio oficial. Me siento engañada. Me cuesta
encontrar el valor para decirle a la joven que me está ofreciendo muy
poco dinero. Cuando me oye, hace como si estuviera enterándose de que
existe un mercado negro y me monta una escena de gran sorpresa. Poco
después me ofrece un tipo de cambio un poco más alto que el anterior y
me explica que debido a que ella trabaja para el Gobierno no puede pagar
precios de mercado negro. Acepto el trato (que aún es desventajoso)
porque temo que en los próximos días tendré que lidiar con frecuencia
con esta joven y no quiero arruinar completamente el de por sí ya
incómodo ambiente. A pesar de eso no me siento muy bien.
Seis
semanas antes. La invitación es formal y amigable. La Casa de las Letras
de Caracas me invita a participar en el Festival Mundial de Poesía. Me
alegra mucho, pues me gusta viajar. El Ministerio de la Cultura estaba
dentro de los patrocinantes. En Alemania el Estado también apoya este
tipo de eventos. No creo que la situación amerite mayor precaución.
Cuando Hugo Chávez aparecía en los medios alemanes, su autopromoción me
parecía incómoda. Ahora está muerto y yo un poco curiosa. ¿Logró algo
políticamente? ¿Es tal vez Venezuela un ejemplo de que el socialismo sí
puede funcionar?
Acepto la invitación al Festival. Me informo
regularmente a través del Internet sobre la situación política del país.
Poco a poco comienzo a dudar: La economía está evidentemente en el
suelo. Los medios de comunicación, se lamenta la prensa internacional,
se encuentran controlados; el último canal de televisión independiente
está siendo comprado por el Estado. De pronto leo que militares han
torturado a manifestantes críticos al gobierno. No me suena a
socialismo. Suena a dictadura. Pienso en cancelar mi participación en el
Festival.
“Tú no eres Günter Grass”, me dice mi mejor amiga. “Tu
ausencia no tendría ningún efecto. Y tal vez esas personas lo que están
necesitando es poesía”.
Decido emprender el viaje. Poco después
recibo el programa del Festival. En la primera página luce una imagen de
Chávez. ¿Y esto qué es? No tengo nada que ver con este señor y nada de
ganas de dejarme instrumentalizar.
También me pone a pensar el
hecho de que yo —como poeta— debo abrir el festival. Con la actual
situación política del país me parece un dudoso honor. Considero la
posibilidad de citar las palabras de Rosa de Luxemburgo en la tarima:
“La libertad es siempre libertad para el que piensa diferente”.
“Eres
invitada”, me dice alguien. “No puedes ofender a los anfitriones”.
Además de estar en contacto con los organizadores del Festival Mundial
de Poesía, también estoy en contacto con el director de la biblioteca
del Instituto Goethe en Caracas. Uno de mis talleres sobre la poesía
slamtendrá lugar allí. Le escribo que la situación política del país me
parece muy interesante. Me responde invitándome a un almuerzo informal
con algunos autores críticos al gobierno. Me alegro mucho y me siento
aliviada de no ser instrumentalizada por sólo uno de los lados. Sin
embargo sigo teniendo una mala sensación respecto a este festival.
El
hotel en el que nos hospedamos queda en el centro de la ciudad. Me
dicen que no debo salir sola. Caracas es peligrosa. Se trata del antiguo
Hotel Hilton que desde hace años pasó a manos del Gobierno de Chávez.
Desde entonces no han limpiado las ventanas, las alfombras están sucias y
la ducha de mi habitación no funciona. El servicio de habitación me
trae el agua que pedí después de una hora. La siguiente simplemente no
me la trae. El agua del chorro no es potable. Tengo sed. Comienzo a
comprar agua en la tiendita del hotel, que abre de vez en cuando. En el
desayuno evito además comer mantequilla. Está rancia.
De
los cuatro ascensores del rascacielos funciona normalmente sólo uno. En
consecuencia hay que esperar largos e improductivos ratos durante las
horas de mayor afluencia. Cuando los huéspedes del hotel nos enteramos
de que había un ascensor que sube a partir del segundo piso (mejor que
nada), salimos corriendo en competencia para subir por la escalera.
En
otra oportunidad me embuto entre el amasijo de gente aprisionada en el
ascensor. La gente se molesta. Si el ascensor llega a quedarse parado a
mitad de camino, seguro que me linchan.
A veces subo los 15 pisos a pie. Tengo muchas actividades previstas y no siempre tiempo para esperar.
No necesito lujo, pero este hotel no funciona lo suficiente.
Bienvenida
oficial. El domingo en la tarde se nos da una bienvenida oficial a los
cincuenta invitados al festival en el patio de un museo cercano al
hotel. No, en realidad no se nos da la bienvenida. Se nos da un discurso
en el que se exaltan los logros del gobierno socialista en el área de
la cultura. Luego un segundo discurso, en el cual se exaltan los logros
del gobierno socialista en el área de la Cultura. Luego un tercer
discurso en el que el director de la Casa de las Letras, institución que
nos ha invitado, con una mezcla de fervor y vanidad, expone que fue
amigo personal de Chávez y lo grande que es el socialismo.
Durante
los siguientes ocho días que estaré en Caracas, escucharé antes y
durante cada uno de los eventos las palabras “Chávez”, “Comandante”,
“Presidente” y “Patria”. Ya en este primer día su uso excesivo hace que
mis oídos no las toleren más. Estoy alterada. Perpleja. ¿Qué es esto?
Es
lunes por la tarde. Dentro de poco tendrá lugar la inauguración oficial
del Festival en el teatro más grande de Suramérica. Se esperan más de
dos mil personas. Me preguntan si quiero decir algunas palabras antes de
recitar mi poema. De ser afirmativo, debo decir exactamente qué
palabras serán. Respondo que no y me molesto un poco, porque luego del
saludo informal que nos hicieron en el teatro, en el que se exaltaron
los logros del gobierno en el área cultural del país y se nombró a
Chávez al menos diez veces, había pensado de hecho en la posibilidad de
decir algo.
Resulta que hay
otra presentación antes de la mía: la de Chávez. En una pantalla
gigantesca se le ve y se le oye, gesticulando de forma exageradamente
sentimental, mientras recita un poema.¿Este tipo realmente tenía que
saber hacer de todo?—pienso. Entonces salgo al escenario. La gigantesca
sala está casi vacía. Tal vez unas 300 personas se veían dispersas en
ella. De esas 300, a lo largo de la noche, algunas gritan regularmente
en coro “Chávez”. Es extraño; tiene un aire de teatro escolar.
Detrás
del escenario, para los poetas, hay agua en pequeñas botellas de
plástico. Tienen pegada una etiqueta en la que un nombre está impreso en
letras gigantes: Chávez. El agua sabe venenosamente a plástico. Tengo
sed, pero no me provoca tomarla.
Es
martes por la mañana. Junto a mi intérprete voy en un taxi al Instituto
Goethe. Allí doy mi primer taller sobre poesía slam. Doce personas,
jóvenes en su mayoría, asisten al taller. Hablo sobre la poesía slam, el
efecto social y literario que tiene… y que eventualmente no tiene.
Escribimos textos acerca de la realidad social, los recitamos al grupo y
los discutimos. Todos hablan libremente y ninguno grita “Chávez”. Es
sólo luego de que recito mi texto recién redactado, que pregunta si
Venezuela se está convirtiendo en una dictadura, que el ambiente cambia:
una participante del taller desmiente con ahínco que la libertad de
expresión se encuentre limitada en el país. Otros responden con
indignación que en la Universidad ya no se puede hablar libremente por
miedo a posibles consecuencias. Suena inquietante. No. Suena aterrador.
Dos jóvenes participantes deciden fundar un slam de poesía. Por supuesto es algo que me alegra.
Después
del taller tiene lugar el almuerzo informal con el director de la
biblioteca del instituto, su compañera de trabajo y dos artistas
críticos al gobierno. Ambos artistas boicotean el festival por ser
organizado por el Gobierno. Me entero de que la antes independiente Casa
de las Letras, de la que recibí la invitación al Festival, fue tomada
desde hace tiempo por personas leales al gobierno. Recuerdo entonces al
fervoroso-vanidoso amigo de Chávez que nos “saludó” el domingo y ya no
me sorprende nada.
La autora crítica al gobierno me dice que con
su arte sólo intenta poner orden en el caos que causa en ella la
situación política y social.
Me
siento en sintonía con las personas en la mesa y no quiero irme. El
almuerzo se extiende. Mi intérprete debe recordarme repetidas veces que
ya es hora de partir: debemos regresar al hotel y después seguir a una
lectura.
Nos despedimos afectuosamente y corremos bajo la lluvia tropical a lo largo de una calle.
xochil4La
Limonera. Junto a otros autores un pequeño autobús nos lleva poco
después a una lectura en un complejo habitacional en las montañas. El
complejo se llama “La Limonera” y al parecer el difunto presidente
Chávez ordenó su construcción para familias de bajos recursos que
quedaron sin techo debido a catástrofes naturales. A mitad de camino, se
sube al autobús un hombre de aspecto atlético y cabello largo. Me
aborda llamándome “camarada” y me explica con voz pretenciosa que dentro
de poco me encontraré con personas que nunca habían estado en contacto
con la cultura. Ahora el socialismo les lleva cultura. Pareciera que
estuviese hablando de animales a quienes juntos pudiéramos civilizar.
Profundamente conmovido me dice luego que ama a Chávez. Le digo: “Pero
parece que no a todo el mundo le pasa lo mismo”. Se molesta y dice
fervorosamente: “NOSOTROS lo amamos. NOSOTROS lo amamos.” A más tardar
en este momento me doy cuenta que la situación en este país es
totalmente diferente a todo lo que he conocido hasta ahora.
Las
casas del complejo tienen dos años de construidas. Utilizo el diminuto
baño de una de las familias que viven allí, porque se pensó en llevarles
cultura a estas personas, pero no en poner un baño a disposición de los
autores. La puerta del baño tiene ya un enorme agujero. Y la cerradura
de la puerta también está dañada, cosa que compruebo unos momentos
después: no puedo abrirla. La amable familia necesita largos minutos y
la ayuda de herramientas para poder liberarme. Me siento incómoda y
desconcertada. No necesito lujo, pero un Estado que ni siquiera puede
fabricar puertas y cerraduras que funcionen me parece débil.
El
recital de poesía y la apertura de la actividad se retrasan por la misma
razón que la inauguración se retrasó: un político socialista, que
estaba en el programa, nos hace esperar para terminar no apareciendo.
Hace
frío aquí en las montañas. Nadie nos avisó con antelación y ahora
morimos de frío. Entretanto ya se hizo de noche. Nadie nos ofrece algo
de comer. Tenemos hambre. También tenemos sed, pero nadie nos ofrece
algo de beber. De pronto ya no puedo más y colapso. Necesito recostarme.
El
recital comienza tarde, pero comienza. Sin mí, pero los escucho. El
director de la Casa de las Letras, presente en el evento, entona himnos
de alabanza a Chávez. El numeroso público está entusiasmado. Se escuchan
los primeros gritos de “Chávez”. Los poetas venezolanos invitados
recitan poemas de alabanza a Chávez. Estoy recostada en el asiento de
atrás del autobús que nos trajo aquí. Poco antes de mi turno, me obligo a
salir del autobús y a subir al pequeño escenario al aire libre. Un
pequeñín tambalea al micrófono y dice que Chávez una vez lo abrazó y que
lo ama. La multitud está emocionada. Estoy segura que en cualquier
momento en Venezuela Chávez será declarado santo y se convertirá en
religión. Tengo la sensación de que nadie me creerá esto en Alemania.
Pero en Alemania nadie tiene idea de lo que está pasando aquí.
Ya
se hizo de noche. Durante el viaje de regreso al centro de la ciudad,
que dura una hora, el socialista de cabello largo que ya había conocido
camino a la lectura, reparte clementemente pequeños pedazos de pizza
fría y vieja, como si estuviese repartiendo la Sagrada Cena. Siento
ganas de reír, pero no puedo. Estoy hambrienta y sobre todo muerta del
cansancio.
Miércoles por la tarde. Vamos en taxi a una escuela, en
la que daré mi segundo taller. Somos mi intérprete, yo y una mujer
hasta ahora desconocida que nos acompaña. Dice trabajar en la Casa de
las Letras y tiene un aspecto pedantemente fiel a la línea, tal como me
imagino a una funcionaria del Ministerio para la Seguridad del Estado
(de la República Democrática Alemana). Me siento incómoda, en el sistema
incorrecto y no tengo ganas de conversar. Prefiero ver por la ventana.
Al borde de la calle veo repetidamente colas de personas. Que los
venezolanos deben hacer cola para comprar papel higiénico, jabón y
mantequilla es algo que ya escuché. Que tienen que hacer cola para poder
tener un puesto en un autobús era algo que no sabía. Siento compasión,
pero al mismo tiempo recuerdo a una venezolana que me dijo que la gente
aquí se toma los inconvenientes con humor.
La escuela queda al
borde de un barrio. El taxista tiene miedo de atravesarlo. Pasa una hora
mientras conseguimos un camino más seguro a nuestro destino. Llegamos
demasiado tarde.
Un profesor muy entusiasmado de unos cincuenta
años aproximadamente nos espera en la calle. Nos grita permanentemente
camino a la escuela como si fuéramos sordos. Entramos a las
instalaciones. A causa de su construcción abierta y techos altos, el
ambiente es insoportablemente ruidoso. Todo retumba. El profesor tiene
que gritar para presentarnos a los estudiantes. La funcionaria
socialista que nos acompaña tiene que gritar para alabar al gobierno.
Tengo que gritar al recitar mis poemas e intentar conversar con
aproximadamente ochenta chicos de trece años. Es complicado, pero de
alguna forma lo logro. Al finalizar el taller, el profesor me acerca una
bandeja con pasapalos que los alumnos han preparado para nosotros.
Estoy conmovida. Los alumnos son cordiales, quieren autógrafos y tomar
fotos de recuerdo con sus teléfonos celulares. Al finalizar, el profesor
me entrega solemnemente un montón de hojas metidas en una carpeta
pegajosa. “Mis poemas”, me dice. “Puedes publicarlos en Alemania”.
Siento que me exige demasiado, al fin y al cabo ni siquiera hablo
español.
Otros eventos. Regresamos al hotel y poco después tenemos
que seguir a la próxima lectura. Tiene lugar en el patio del Ministerio
del Poder Popular para la Educación. Este evento no estaba en el
programa del festival que me habían enviado.
Junto a tres autores
internacionales hay diez autores venezolanos invitados que alaban a
Chávez fervorosamente. El público está entusiasmado. Abandono la tarima
antes de tiempo porque simplemente no puedo soportar la propaganda
permanente. Me prometo nunca más viajar a una dictadura. Más tarde
escucho a una cantante cantar con total entrega una canción de amor para
Chávez.
Después de la actividad una mujer del público se acerca a
mí. “Obama loco”, dice. Y luego dice: “Merkel loca”. A pesar de que no
hablo español, conozco la palabra “loco” y sé lo que significa. La mujer
espera que yo por lo menos asienta con la cabeza, expresando que estoy
de acuerdo. Cuando en vez de eso digo “No”, me asusto porque siento que
me va a atacar físicamente.
Jueves, viernes y sábado se llevan a
cabo más recitales. Siempre están invitados, junto a nosotros, los
autores internacionales, numerosos autores venezolanos que entonan
cantos de alabanza a Chávez y llaman a la lucha de clases. ¿Será que es
un intento de impedir que la gente siga dudando del resultado de las
elecciones ganadas por el hijo de crianza de Chávez, Nicolás Maduro? ¿O
de unirse a la oposición?
Cuando es mi turno en un teatro grande,
ante un público bastante numeroso, después de dos horas de
“poesía-propaganda”, digo: “Cuando nos amamos, no necesitamos ninguna
lucha política”. Más o menos la mitad del público aplaude prudentemente.
Los demás hacen un absoluto silencio. Un hombre se enfurece. Mi frase
fue decente. Sin embargo, la siento casi peligrosa.
El Gobierno de
Chávez comenzó a ofrecer en Caracas un festival gratuito (“la ruta
nocturna de los museos”) los fines de semana. Tiene el objetivo de hacer
posible a los jóvenes de los barrios el contacto con la cultura, sin
costo alguno. Son precisamente este tipo de acciones las que en medio de
todo reducen mi incomodidad, me hacen poner en tela de juicio mi
creciente rechazo por este Estado. A mí estos festivales me parecen algo
bueno. Incluso estoy contenta de presentarme allí.
Por la tarde
tengo una entrevista con la televisora cultural más grande del país. Me
dicen que debo decir frente a las cámaras lo que significa Chávez para
mí. Me rehúso y le explico al empleado de la televisora que la poesía es
independiente. Me ven con sorpresa. Una vez más tengo la sensación de
estar en un mundo distinto al que conozco.
Aproximadamente
tres mil personas, bien dispuestas, asisten en la noche. Están
contentos de escuchar, después de la presentación de un grupo musical,
poemas en alemán y su traducción. Estoy sorprendida de la increíble
recepción que tengo —sin necesidad de exclamar ante el público “Chávez”,
“Comandante” o “Presidente”. Los poetas de Francia y Palestina
mantienen otra posición: el poeta slam francés es evidentemente fanático
de Chávez, la poeta rapera palestina está feliz de que Chávez en algún
momento tuvo una posición crítica con respecto a Israel. En general he
comprobado que algunos de los autores internacionales sienten entusiasmo
o al menos simpatía por Chávez, mientras que otros aún no se han
ocupado de informarse sobre la situación política del país.
Como
ya antes de emprender este viaje, me gustaría saber si hubo autores que
rechazaron la invitación porque no quisieron viajar a este sistema.
Domingo
al mediodía. Mi partida se aproxima. La despedida de algunos de los
jóvenes colaboradores, quienes nos atendieron en la oficina del festival
en el hotel, es cordial, casi familiar. Muchos de ellos fueron francos,
comprometidos y bastante encantadores. Me siento irritada una vez más.
¿Es posible que gente tan simpática apoye a una dictadura y que
eventualmente la ayude a construir? Ninguno de ellos quiso hablar sobre
Chávez sin que yo se lo pidiera. Mi “colaborador favorito”, un verdadero
sol, me pide que le recomiende más poetas slam: quiere invitarlos a
Venezuela el año que viene, para organizar más talleres y eventos
literarios para que la poesía slam sea conocida en el país.
Recuerdo
al director de la biblioteca del Instituto Goethe, quien me dijo
durante nuestro encuentro el martes, ya en confianza: “Ya escuchaste
autores críticos. Pero ve también el otro lado; ellos te invitaron y
están muy interesados en el tema de la poesía slam“.
Nos
dirigimos en autobús hacia el aeropuerto. Como siempre cuando recorro
Caracas, me llaman la atención las innumerables paredes de edificios que
tienen grafitis e imágenes que alaban fuertemente a Chávez y a Maduro.
La simbología recuerda a la de Corea del Norte, la antigua República
Democrática Alemana, la Unión Soviética: los mandatarios se presentan
desde una perspectiva que los hace tener un efecto abrumador. Hay que
levantar la vista hacia ellos. Estoy feliz de no tener que verlas más.
La propaganda es tediosa, parcializada, me altera.
Maduro,
quien se aferra al poder, también tiene fama de tedioso. “Ni siquiera
le gusta a mi abuela”, me comentó una venezolana. “Y ella fue una
verdadera chavista”. Pero en las paredes de los edificios dice: “Chávez
dijo que eligieran a Maduro”. Así que. Bueno.
La
clase media se desangra bajo la situación política actual, me
comentaron convincentemente: trabaja más de lo que es bueno para la
salud y de todas maneras el dinero no le alcanza para vivir. Pero la
clase baja es inmensa. Y por supuesto prefiere vivir, en vez de en la
calle, en uno de los nuevos rascacielos sin ascensor construidos
baratamente por el Gobierno. Y si los choferes de metro son presidentes y
señoras que limpian influyen de forma decisiva en círculos literarios
—y lo pueden hacer en la Venezuela actual, según me informaron de forma
muy convincente— estamos frente a una especie de “Sueño Americano” que
evidentemente motiva a muchas personas. Irónicamente. Porque se odia a
los Estados Unidos.
Tal vez las limosnas y las acciones por los
pobres sólo son una forma de tapar el hecho de que el Estado es
profundamente corrupto. Esa opinión la escuché muchas veces de
venezolanos. No puedo juzgar eso tras apenas unos pocos días en el país.
La
joven colaboradora del festival que a mi llegada cambió tan
desfavorablemente mi dinero me abraza fuertemente al despedirnos en el
aeropuerto y me dice que tenemos que mantenernos en contacto, pase lo
que pase. Estoy asombrada. ¿Será que tiene mala conciencia? ¿O tal vez
no tiene consciencia de qué es justo y qué no? No lo sé. Más tarde
alguien dirá: “Ni lo uno ni lo otro. Está echada a perder. El sistema
político la ha deformado tanto que se acostumbró a ser falsa”.
Nosotros
los autores no esperamos tanto como los demás viajeros. Pero igual al
salir por el aeropuerto tenemos que esperar. Sólo en la cola del control
de pasaporte pasamos una hora y media. Cansa. Altera. Otra media hora
había pasado cuando revisaron nuestras maletas.
En
general: equipaje: Todos tenemos más de lo que teníamos al entrar al
país. Nuestros honorarios nos los dieron en efectivo, en moneda local. A
causa de las diversas tasas de cambio existentes en el país no se puede
cambiar ese dinero en ningún otro país del mundo. Así que no nos quedó
otra sino gastar todo el dinero. Por supuesto fue divertido. Pero
hubiésemos preferido utilizarlo para pagar nuestro alquiler.
De
regreso en casa sigo preguntándome si verdaderamente acabo de visitar
una dictadura. La omnipresente propaganda en Caracas me molestó
inmensamente. Así como el hecho de que la política dominó de forma casi
absoluta al festival, intentando vender propaganda como arte y así
degradar al arte al nivel de propaganda. Pero, ¿eso es suficiente para
decir que se trata de una dictadura?
Un oriundo, a quien le pregunté si en Venezuela existía una dictadura, gimió: “Ni nosotros mismos lo sabemos”.
Un
autor de Haití con quien conversé opinó: “No puedes aplicar a una
democracia latinoamericana la misma escala que a una europea” —¿Y por
qué no?
La autora crítica al
gobierno que conocí en el almuerzo organizado por el Instituto Goethe
dijo: “Venezuela es una dictadura del siglo XXI, se oculta detrás de una
máscara de democracia”.
No
soy inexperta en el tema de entender sistemas políticos. Pero éste no lo
entiendo. La sensación de confusión no quiere disiparse. Mientras más
intento entenderlo, más tengo la sensación de que en mi cabeza hay un
insecto gigante, que no quiere salir. Tal vez su nombre sea, de hecho,
“dictadura”.
Xochil Schütz